El siguiente texto fue presentado el 30 de abril de 2025 en el encuentro dirigido por el poeta Miguel Ángel Zapata: «The Great Hispanic Writers Series» Presents: Against the Breaking of Balance and Harmony in Contemporary Hispanic Poetry, Hofstra University (Hofstra Hall Parlor, Hempstead, New York).


Mis últimos trabajos en poesía, y mis últimas lecturas en el género, se orientaron más a la búsqueda de verdaderos poemas. Con verdadero quiero decir simplemente que los poemas tengan algo para decir, y que hayan sido escritos con sinceridad, y algo de crudeza, si se puede. Aunque esto último no sugiere que hayan sido escritos de una sentada, como el famoso poema que Rexroth escribió luego de enterarse sobre la muerte de Dylan Thomas.
¿Cuál es mi criterio? Simple, y a su vez complejo para los actuales criterios editoriales de la industria poética; esto es: creo en la poesía moderna (desde la época de los trovadores, donde música y lírica funcionaban como unidad), y en sus verdaderos aportes en la literatura; y también en los insumos que nos brindan en la actualidad poetas como Ezra PoundWilliam Carlos WilliamsDenise LevertovMarianne Moore y Gary Snyder — así como desde el otro lado del océano poetas como Kenji Miyazawa y Chūya Nakahara. Y sobre cómo todos ellos le dieron a la poesía muchas herramientas para diferenciarla de la prosa y de la narrativa. Me refiero a los espacios en blanco, pausas versales, guiones, aliteraciones, repeticiones, paronomasias; recursos finalmente rítmicos y musicales.
Podría hacer una lista de poetas que admiro muchísimo y que no han explotado estas cosas. O que no las han explorado del todo, porque tenían simplemente primero (o finalmente) algo para decir: Frank Stanford y Charles Bukowski. Y sin embargo, muchas veces, me pregunto qué hubiera sido de la poesía de Stanford sino se hubiera pegado un tiro a los 29 años, es decir, si hubiera experimentado más formalmente en el género; o qué hubiera sido de Bukowski si no hubiera tenido que cumplir con ese papel estrictamente sórdido y salvaje. Sin embargo, estos dos poetas prescindieron bastante de dos cosas que contaminan a la poesía, y que provienen de la prosa, esto es: el uso de mayúsculas al comienzo de los versos, y el uso de puntuación.
Estos comentarios surgen por la premisa algo básica e inicial sobre cómo se construye un poema. Y creo que una de las formas es teniendo algo para decir, pero a la vez tratando de decirlo (o pronunciarlo) al menos de una manera musicalmente atractiva para nuestros oídos. Siempre vuelvo al caso de los poemas de los clásicos chinos que Pound tradujo en Cathay, para ver cómo Pound se las ingenia para introducir espacios en blanco y pausas versales en poemas (y tradiciones) en donde esas posibilidades no existían. Los poemas, gracias a estas pausas, corren más rápido y contienen mayor relación y contigüidad entre un verso y otro:

And if you ask how I regret that parting:
            It is like the flowers falling at Spring’s end
                              Confused, whirled in a tangle.
What is the use of talking, and there is no end of
                talking,
There is no end of things in the heart.


問余別恨知多少,落花春暮爭紛紛。
言亦不可盡,情亦不可極。

Estas posibilidades, desde ya, dieron matices a muchos poetas experimentales que han puesto las formas sobre el contenido, dejando de lado la veracidad de que pueda existir (o no) en un poema.
Llevando el tema a un territorio más propio, de la poesía latinoamericana, o hispanoamericana si se quiere, creo que fue César Vallejo el que más consciente estuvo de estos recursos de la poesía moderna para llegar a territorios desconocidos.

Habría que plantear aquí un paréntesis sobre lo que se entiende por poesía, sobre lo que ella puede transmitir. Esto es algo que puede fácilmente encontrarse en textos de retórica académica, sobre el lenguaje unidimensional (pienso en Adorno, Marcuse, etc.). Personalmente me interesa la poesía que escapa y hace resistencia de los discursos oficiales, institucionales. Me interesa la poesía que se abre frente a la infinita plasticidad sonora y destituye al sentido unívoco. Sonido y sentido, juntos, para golpear otras puertas. Esta disputa no es nueva, y existe desde el origen de la poesía moderna y de los trovadores. Algo que rescató Bolaño entre el cantar ligero (o claro) y el cantar oscuro de los trovadores occitanos. Ya desde el siglo XIII, muchos trovadores, como Arnaut Daniel, arriesgaron formas de versificación herméticas y cerradas, imitando en su ritmo el sonido de los pájaros y por tanto limitando y dificultando la posible memorización y circulación de su obra en la posteridad. Recuerdo siempre unas correspondencias de Dylan Thomas, en donde uno de sus editores intentó cambiar una palabra de un poema suyo. La palabra era “nut”, que producía una correlación con “woods” (madera): “Ancient woods of my blood,/ dash down to the nut of the seas”. Dylan se resistió a cambiar esa palabra pese a su incomprensión: su imaginación auditiva estaba primero. Y muchos comentan que su verdadero secreto en la hora de composición era precisamente leer sus versos de forma repetida en voz alta.
Pero volviendo al español, creo que Vallejo fue verdaderamente quien explotó muchos de estos recursos de la poesía moderna, especialmente en Trilce. En él encontramos la misma certeza destructiva de Rimbaud (ambos liberados de los versos regulares y de la rima perfecta), de la invención de palabras en pos de reconstruir la imaginación auditiva — algo que aparece también en la poesía de la brasileña Hilda Hilst.
En Trilce, por ejemplo, encontramos con mucha abundancia pasajes inmersos en pausas versales:

 

Murmurado en inquietud, cruzo,
el traje largo de sentir, los lunes
                             de la verdad.
Nadie me busca ni me reconoce,
y hasta yo he olvidado
                             de quién seré.

 

(Trilce, XLIX)

          Otro día querrás pastorear
entre tus huecos onfalóides
                                    ávidas cavernas,
                                meses nonos,
                                       mis telones.
O querrás acompañar a la ancianía
a destapar la toma de un crepúsculo,
para que de día surja
toda el agua que pasa de noche.

(Trilce, LII)

Aunque por desgracia no contamos con audios o archivos para validar, o no, si estas pausas en él aportaban mayor velocidad y correlación entre sus versos, o si fueron artificios simplemente visuales o rupturas métricas, parecen justificarse (velocidad y contigüidad) por sí solas si uno lee estos fragmentos en voz alta. Esto es algo que encontramos en la poesía de Cardenal, que emuló (reconociéndolo) los Cantos de Pound; igual que el peruano Rodolfo Hinostroza en Contra Natura (1971).
En la obra de Nicanor Parra estos artificios parecen más visuales que líricos, y creo que toman más conciencia en la poesía de Bolaño (Enrique Lihn volvió al soneto en París, situación irregular, retrasando más 200 años de avances de poesía moderna; o Raúl Zurita, que si bien explota los espacios en blanco en Anteparaíso, comienza cayendo en una enumeración estéril entre sus versos, rompiendo todo sentido posible de musicalidad).
Pero hay otro casos en el actual Chile que podrían mostrar que estos posibles avances siguen su curso, y el de muchos otros poetas en la lengua española:

              Into the eucalyptus circle
      los chiquillos juegan a la pelota
          apatotados refriegan el maicillo
                                pasan como bólidos
con las caras deshechas por el sudor
      en sentido contrario al de los autos
           que lentamente toman la rotonda
               pateando basura —piedras—
                    manotazos al aire
                             escupiendo el alto cielo
                       los pechos descamisados
        como si no les entraran balas


Este poema sin título de Santiago Waria me ha resultado siempre admirable, no sólo por el manejo que hace de las pausas versales, sino porque demuestra que el poder y los recursos en poesía se dan por fuera de los recursos de la prosa. Elvira Hernández omite todo tipo de puntuación, se vale solo de los espacios en blanco para configurar un universo. Además, y lo más importante, tiene algo para decir.
A diferencia de los poetas anglófonos, que escribieron sobre estos aportes de una manera más teórica (pienso en autores como Ezra Pound, Denise Levertov, William Carlos Williams, Seamus Heaney), en nuestro idioma los avances se han hecho directamente en poesía. Y creo que estos aportes son cada vez más frecuentes en poetas emergentes en lengua española.
No estoy indicando cómo debe escribirse un poema, sino mostrando algunas herramientas que pueden ser útiles — en la medida que uno tenga algo para decir.


The Great Hispanic Writers SeriesHofstra University | Buenos Aires Poetry 2025

 

 

De lo mucho que se escribió sobre Anne Sexton (1928-1974), tanto de forma positiva como negativa, la crítica nunca se demoró en recordar lo más admirable de su trabajo: escribió poesía desde su primer encierro en un manicomio hasta el completo deterioro de su enfermedad mental, cuando se suicidó (luego de intentarlo muchas veces) en los primeros días de octubre de 1974. Un transcurso ininterrumpido al menos de catorce años, entre su primera publicación Al manicomio y casi de vuelta (1960) y sus poemas publicados póstumamente (Calle de la Piedad, 45, Cartas para el Dr. Y., y Últimos poemas); ahora todos reunidos y publicados por primera vez en nuestro idioma. 

Pocos días antes de su muerte, el 27 de septiembre, escribió: “Me he puesto una máscara para escribir mis últimas palabras”. Historia que ya venía de muy lejos, dado que Sexton fue una multiplicadora del monólogo dramático, género muy bien explotado por poetas como Pound y Eliot. 

Si bien en la poesía de Sexton no encontramos más que una sucesión de máscaras, su originalidad reside (a diferencia de la tradición, que exploraba en la otredad de figuras mitológicas) en que los moldes son pulcras reproducciones de su experiencia: “Mi segura, segura psicosis se ha quebrado./ Era dura./ Estaba hecha de piedra./ Me cubría la cara como una máscara./ Pero se ha agrietado./ Hoy la atravesé como un tren en busca de mi boca./ Y luego la alimenté”.

Tal es así que, en un intento de desligarla de los poetas confesionales (Berryman, Plath y Snodgrass trabajaban sobre la misma exploración e introspección autobiográfica), su amiga y poeta Maxine Kumin (y de la que se incluye un valioso prólogo en este volumen) comentó que había sido ella una de las que más la había alentado a escribir Transformaciones (1971), libro donde Sexton salió de su psique en busca de combinar la fábula (cuentos clásicos) y lo confesional, aunque admitiendo finalmente: “No todos los poemas que Anne creó en esa búsqueda de autodefinición y salvación eran buenos; y ella lo sabía de sobra”. 

Maxine Kumin, si bien nos lega un texto conmovedor, no deja en claro ciertas determinaciones que no jugaron a favor de Sexton, al menos en su momento de emisión. Principalmente, la poeta venía de una familia muy acomodada; comenzó su carrera como modelo (era alta, de ojos azules, admirablemente delgada) y no poseía estudios universitarios. Más allá de las determinaciones de género, su poesía no recorrería el mejor camino junto a los poetas confesionales, que estaban (dicho sea de paso) igual o más locos que ella —como Lowell y Berryman—, aunque con mejores cartas simbólicas en su acervo. Kumin creía enfáticamente que ninguno de ellos tuvo la valentía “de abrir el corazón como lo hizo ella”.

Sea como fuere, hoy podemos leer a Sexton por lejos de los cánones y escuelas, y por diversos motivos de recepción (feminismo, enfermedad mental, poesía confesional). Escribió mucho, y escribió de verdad, versificando su vida al estilo de una sublimación cosida. Retrató con la misma sinceridad todas sus relaciones personales: supo señalar, golpear y culpar a sus padres (“la muerte de madre me vino a la cabeza/ y madre cerrando la puerta cuando la necesitaba”), a los enfermos mentales (“¿Qué hay de los psicóticos del mundo?/ ¿Que hacen yendo al médico/ cuando tienen el mundo a sus pies?”), psiquiatras y analistas (“Confieso que solo me quiebran los orígenes de las cosas;/ como si las palabras se contaran igual que abejas muertas en el ático”). Pero sobre todas las cosas, supo herir y retorcer a su propio corazón por no poder ganarle a su enfermedad y compartir la infancia de sus dos hijas (“Me perdí tu tierna infancia,/ probé un segundo suicidio,/ probé el hotel sellado un segundo año”).

En sus primeros libros (Al manicomio…, 1960; Todos mis tesoros, 1962) Sexton demostró una compulsión por tratar temas para aquel entonces tabú, como el suicidio, la locura, la drogadicción y el aborto, relacionándolos siempre con su propio entorno y con su experiencia. No es que haya dejado de lado estos temas, pero en sus posteriores poemarios (Vive o muere, 1966; El libro de la locura, 1972 y El horrible remar hacia Dios, 1975) —según ella, ya había fracasado como hija, madre y esposa—, la autora se probó otra máscara, esta vez de mirada más oscura, por momentos maligna: “Mira lo que has hecho. Eres el demonio./ Era el día destinado para mí/. Trece para toda la vida,/ solo las máscaras van cambiando”. Dirigió entonces su atención hacia Dios, pero como una forma de amor ambivalente, recorriendo un camino cercado, “Dios vive en la mierda… eso me han contado”. 

Reconocida en su país con todas las distinciones posibles en el género, su reconocimiento no alcanzó para apagar la llama maligna, que sólo la instó a caer desde lo más alto, pero escribiendo, y escribiendo poesía: “Me quedo junto a esta vieja ventana/ y me quejo de la sopa,/ examino los terrenos,/ me permito esta vida malgastada./ Pronto levantaré la cara en busca de una bandera blanca,/ y cuando Dios entre en el fuerte,/ no escupiré ni me atragantaré con su dedo./ Me lo comeré igual que una flor blanca”.  

 


Anne Sexton, Poesía completa. Prólogo de Maxine Kumin, Traducción y prefacio de Ana Mata Buil, Lumen, 2024, 832 p. | Publicado en Revista Ñ – Diario Clarín (21-06-24)

“Nos alejamos de la ciudad”, escribió Jorge Teillier en uno de los primeros versos de su obra más temprana, y que bien podría ser el mismo para todos sus poemas, siempre. Nacido en Lautaro en 1935, autodefinido como un “poeta de los lares”, se alejó del centro, y no sólo geográficamente. Su búsqueda rompió tanto con el discurso romántico y monológico nerudiano, así como con el discurso dialógico y antipoético de Nicanor Parra. En los años 60, además, protagonizó una rivalidad con Enrique Lihn, quien se refirió a su trabajo como el de un “falso provincianismo de intención supralocal”. 

La presente antología, publicada por la Editorial UV de la Universidad de Valparaíso, reúne una extensa selección de todos sus libros de poesía, además de una amplia selección de su prosa y ensayos. Y es que no podía faltar —así como René Char incluyó las Cartas del vidente en su selección poética de Rimbaud— el ensayo “Los poetas de los lares”, donde de alguna forma (si bien hablando de otros poetas como Efraín Barquero, Alberto Rubio y Rolando Cárdenas) Teillier definió su propia estética: “Un primer hecho que estableceremos es el de que los poetas de los lares vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los rodea. Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en los últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía”.  

Ciertamente, resultaría muy arbitrario encasillar al poeta como un simple transeúnte o cronista de la vida cotidiana. Jorge Teillier escribió poemas más universales y atemporales que otros, algunos que de hecho se inclinan a la forma breve (en “Cosas vistas”, por ejemplo, parece recurrir a la tradición del haiku japonés: “Nieva/ y todos en la ciudad/ quisieran cambiar de nombre”). Pero hay otros de largo aliento, como los incluidos en Los trenes de la noche y otros poemas (1964), en Crónica del forastero (1968) y en Para un pueblo fantasma (1978), salidos directamente desde el barro: “Sólo soy un empleado público como consta en mi/ carnet de identidad./ Sólo tengo deudas y despertares de resaca/ donde hace daño hasta el ruido del alka/ seltzer al caer al vaso de agua./ En la casa de la ciudad no he pagado la luz ni el agua”.

El rechazo constante de las grandes ciudades o modernidad (se vestía de traje para “engañar a los rústicos”) es uno de los tópicos en la poesía de Teillier. Como se mencionó antes, no sólo escribió poesía, sino que se dedicó a hacersepoeta. Le interesaba, sobre todo, trabajar con el pasado, con significados y símbolos ocultos de determinados ritos y costumbres generacionales. Creía que los muertos conviven con los vivos: “Mientras dormimos junto al río/ se reúnen nuestros antepasados/ y las nubes son sus sombras”. El espacio vital en que nació Jorge Teillier —Lautaro— fue una mezcla de herencia mapuche, chilena, francesa e inglesa, un lugar recién fundado, sin tradición. Esta misma indeterminación fue la que construyó y sedimentó una nueva poesía: “Pronto amanecerá./ Los fríos gritos de los queltehues/ despiertan a los pueblos/ donde sólo brilla la luz/ de un prostíbulo de cara trasnochada”. Su lenguaje poético, si bien se aproxima al de la vida cotidiana, se pierde en un horizonte oscuro, al que se llega por caminos blancos.

Resulta muy difícil leer a Teillier y no encontrar la verdad del fenómeno poético. Fallecido en 1996 en Viña del Mar por cirrosis hepática, su obra no parece ser otra que la de un forastero al que le gusta entrar y salir de las ciudades, mezclarse y perderse (como un verdadero trovador) en tabernas ocultas. Su vida, como su obra, no parece estar más que destinada a la comunicación de los seres: “nadie puede impedir a un pájaro que/ cante en la más alta cima,/ y el poeta derribado/ es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque”.



Publicado en Revista Ñ (13/04-/24) – Jorge Teillier, Cuando todos se vayan. Antología, Editorial UV de la Universidad de Valparaíso, Valparaíso, Chile, 2023, 322 p.

Poesía de Delmore Schwartz. Conocimiento del verano es una excelente puerta de entrada a la obra del bardo neo-yorkino.


Admirado por Lou Reed, el mismo que le dedicó un impresionante poema publicado en Poetry hacia 2012, Delmore Schwartz (Nueva York, 1913-1966) fue un poeta de poetas, apreciado en la posteridad por un público selecto: “Algunos pensaban que era borracho pero, en realidad, era un maníaco depresivo—que es como tener el pelo castaño”— sentenciaba el difunto líder de The Velvet Underground.

Al igual que Dylan Thomas, su contemporáneo, recorrió más de una vez borracho las calles del Village de Nueva York, y eligió el White Horse Tavern como escritorio público de su oficio y arte sombrío. El trágico final de Dylan, sin embargo, recobró tintes más mitológicos. Con respecto a Delmore, y más allá del impacto social de su figura y su eventual declive (luchó contra una enfermedad mental y sus últimos años estuvieron marcados por episodios de pobreza, alcoholismo y adicción), su literatura sobreactúa aún mejor el papel del “poeta americano moderno” que vivía en los márgenes de la bolsa y de la gran babilonia gris plata.

Bien hace Walter Cassara, traductor (junto a Daniela Camozzi) y prologuista del libro, en remarcar el contexto de producción en Delmore: “De alguna manera, sin quererlo, a él le tocó hacer el trabajo de zapa de la nueva generación; ir socavando el ya agónico edificio del modernismo, con todos sus aciertos formales y con todas sus rémoras elitistas, e ir braceando medio a ciegas hasta las luminarias de los nuevos tiempos, a consecuencia de lo cual su poesía puede dar la impresión de no haberse consolidados plenamente, de haberse suspendido en carrera hacia la segunda base, a medio camino entre la impersonalidad y el intelectualismo de la poética eliotiana, y el giro radical hacia el discurso lírico-autobiográfico, que no tardaría en imponerse en la voz de sus coetáneos”. 

Este repliegue de sus dos más admirados poetas, con quienes compartió correspondencia (T.S. Eliot y Ezra Pound), se observa no sólo su lirismo, sino en la elección de sus temas y escenarios poéticos. O dicho de mejor forma, Delmore no reniega de su condición de estadounidense —incluso desde los márgenes de Brooklyn— y combina en su trabajo las máscaras de Hamlet y Baudelaire junto a la de Marilyn Monroe y la Metro Goldwyn Meyer: “Miré hacia la película, el sueño en común, / él y ella en primer plano, más próximos que en la vida, / y acepté todas las cosas en su apariencia”. 

La presente antología reúne muchos de los poemas incluidos en Selected Poems: Summer Knowledge (New Directions, 1967), lo cual permite ver el progreso y el aporte verídico del Delmore en el género. A medida que avanzamos, y respecto a lo que Delmore retoma y supera de la tradición, lo que queda es una distintiva personalidad musical, una capacidad de multiplicidad sonora (encabalgamiento, aliteración, rimas internas), que apunta a una recepción sensorial (al igual que Eliot y su imaginación creativa), y que daba una mayor preponderancia al significante (o música) por encima del significado : “The sea laves / The Shaven sand” (El mar pule / la arena desnuda); “An endlessly helplessly falling and appalled clown” (un payaso aterrado que cae, eternamente y sin remedio). Delmore era capaz de soltar los escarabajos más oscuros y hacerlos invisibles en el aire, algo que compartía con Dylan Thomas y con el posterior Frank Stanford, quien resumía su técnica como un mero “mean and sing” (decir y cantar): “For summer knowledge is the knowledge of death as birth” (Para el conocimiento del verano es el conocimiento de la muerte como un origen).

Schwartz murió de un infarto en el Hotel Columbia. Durante tres días nadie fue a reclamar su cuerpo. Sus amigos, quienes informaron que Schwartz se había perdido de vista por más de un año antes de su partida, se enteraron de su muerte al leer los obituarios.


Publicado en Revista Ñ – Diario Clarín, 13/06/2023 | Delmore Schwartz, Conocimiento del verano y otros poemas. Traducción de Daniel Camozzi y Walter Cassara, Huesos de jibia, Buenos Aires, 2023, 126 p.

Se publica El fuego y todo lo demás, el primer libro traducido al castellano de C.D. Wright, una figura admirada y de culto en Estados Unidos.

 

Figura admirada y de culto en los Estados Unidos, el fuego y todo lo demás… es uno de los últimos libros C.D. Wright (1949-2016), y el primero que se publica en Argentina.
Nacida en Mountain Home, Arkansas, fue pareja del mitológico poeta Frank Stanford (que se quitó la vida a los 29 años con tres disparos en el corazón) y la esposa de Forrest Gander (Premio Pulitzer de Poesía 2019); datos que no resultan irrelevantes, ya que hablamos de una autora que ha sido atravesada por el género tanto en su obra como en su vida.
Este último libro, de hecho, propone un constante diálogo con lo más destacado de la tradición, desde William Carlos Williams, Marianne Moore y Mina Loy, pasando por el gran poeta de su generación, Robert Creeley; hasta incluso otros menos impensados, como Jean Valentine, Xi Chuan y Raúl Zurita.
La propuesta de Wright es la de una reivindicación del género poético. Como Arthur Sze, creía que la poesía estaba por encima de los idiomas. Mientras que la primera nos habilita a vivir y profundizar en lo que más importa, disolviendo los límites, los idiomas (como las especies) tienden a desaparecer. O dicho de otra forma: los idiomas solo funcionan como vehículos para el transporte de una mayor carga.
Mediante una prosa ensayística y poética, Wright va directo al centro de alguna flor innombrable. Se desliza con lucidez entre lo que podríamos denominar una radical crítica literaria, el hallazgo y apropiación del verso ajeno, la inmediatez experiencial y vivida, la continua liquidez del mercado pretérito. Sobre la estadounidense Jean Valentine, por ejemplo, escribe: “Ella vuela. Con un ala. // Envuelve con sus brazos / el globo de la luz. // Se para por fuera de la luz. // Es una estrella fantasma del pasado. La / invitada en el auto fantasma”; sobre Purgatorio, de Raúl Zurita, comenta: “Su obra empezó con el conflicto. El poeta atormentaba su propia imagen. Contrarrestaba el odio a sí mismo con una aspiración al amor divino. Puso sus palabras unas en contra de otras —ángeles versus desesperación— y de una situación en la que todos pierden escribió un libro profanamente trascendental”.
Hay dos autores, además, continuamente reinterpretados y revividos en estos poemas: Robert Creeley y William Carlos Williams. Ambos autores compartían algo fundamental, esto es, su rechazo a los modelos epistemológicos y anglófilos de W.H. Auden y T.S. Eliot, tema por demás crucial para el verdadero desarrollo de una poesía propiamente estadounidense. Sobre Creeley, entre otras anécdotas, rememora: “Robert Creeley fue el puente. Él distribuía las diferencias y expresaba las preocupaciones paralelas. Empezó una correspondencia con Pound y Williams en 1949. Él y John Ashbery estaban sentados a dos bancos de distancia en Harvard”. O bien podríamos quedarnos tan solo con un poema de la serie titulada “La primavera & todo lo demás”, y comprender mejor lo que miles de academicistas no lograron registrar o reconocer durante el transcurso de una vida: “1923: Se publicó Harmonium de Wallace Stevens, Baedecker lunar de Mina Loy, la obra maestra inasimilable e híbrida de Jean Toomer, Cane, y La primavera & todo lo demás, una obra maestra igual de inasimilable. Ese año a Yeats, cuya posición dominante en la poesía era reconocida ampliamente, le entregaron el Premio Nobel. Observaciones de Marianne Moore y Ser norteamericanos de Gertrude Stein pronto despejarían el horizonte. La primera sería tan firme como un ave zancuda; la segunda, como un poste de granito. Ezra Pound, el de pelo leonino, era la fuerza de la que muchos dependían y con los que todos tenían que luchar. Haberse quedado de su lado del Atlántico le aportó a William Carlos Williams el espacio que necesitaba para respirar”.
Wright comparte con estos últimos la preocupación sobre el movimiento, la conexión del presente con una tradición y con el porvenir, lo que sucede con el aquí y con el ahora, y sobre cómo la poesía puede llegar a ser flujo o representación de ese cambio. Políticamente humana, trabaja desde la dificultad —sustantivos que elevan y embarran— de aquellos mismos que se aferraron al progreso.

 

 


C.D. Wright, El poeta, el león, cine sonoro, el farolito, un casamiento en St. Roch, el supermercado mayorista, la deformación en el espejo, primavera, medianoches, el fuego y todo lo demás. Traducción de Carla Chinski, Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2022, 132 p.

Revista Ñ – 19/04/2023

Una nueva antología, Mandalas, presenta versos de quince grandes escritores de la isla.


La antología Mandalas presenta quince poetas que dialogan y modernizan la tradición de la poesía japonesa. Comienza con Shiki Masaoka (1867-1902), que vivió en un tiempo de declive del género en Japón. Las viejas formas se habían estancado y lo que llegaba de occidente amenazaba con imponerse. Para Shiki, a diferencia de lo que ocurría con sus predecesores (Matsuo Bashô, Yosa Buson), lo importante era que la poesía reflejara sólo aquello que pasaba por los sentidos del poeta, es decir, sus vivencias (“Mueren y caen/ insectos de verano/ sobre mis libros”, “En la entrada de la casa/ han puesto a secar cebada./ Vieja persiana de bambú”). La variación alusiva era una de las prácticas fundamentales en las que se sostenía la tradición del haiku, y que básicamente recurría a la evocación de otros poemas (escritos por los viejos maestros), introduciéndoles pequeños cambios.

Esta necesidad del estudio estético y revivificación de las formas tradicionales puede apreciarse en la mayoría de los poetas aquí presentados. Tanto Santōka Taneda (1882-1940) como Hōsai Ozaki (1885-1926) optaron por introducir el haiku de métrica libre. Ambos autores, al igual que Shiki, recurrieron al registro coloquial y accesible, representativos de una manera individual de situarse ante la existencia: “Cada vez más lejana:/ la montaña que no volveré a ver”.

Podría decirse lo mismo de Nanao Sakaki (1923-2008), Sansei Yamao (1938-2001) y Tetsuo Nagasawa (n. 1942), fundadores de la llamada Academia de Vagabundos, referente del movimiento contracultural japonés que compartió escenarios con los poetas viajeros de la Generación Beat como Gary Snyder, Joanne Kyger y Allen Ginsberg. Todos ellos trabajaron con la experiencia directa, el verso libre, introduciendo en sus trabajos una conciencia ecológica planetaria y una admiración por la vida salvaje y la sabiduría budista: “Nosotros los seres humanos/ fuimos animales que encendieron el fuego/ y si podemos aún encender nuestros fuegos seguiremos siendo humanos” (Sansei Yamao).

Otras innovaciones, temáticas, se dan en los poemas de denuncia social. Si bien la poesía japonesa tradicionalmente se vinculó con la naturaleza, los viajes y las estaciones, la época moderna introdujo elementos disruptivos. Poemas como “Ventas de sueños” de Misuzu Kaneko (1903-1930) o “Ayuda a nacer”, “¿Qué es la guerra?” y “Cuando decimos Hiroshima” de Sudako Kurihara (1913-2005), dan una clara visión crítica de las estratificaciones sociales y las consecuencias de la Segunda Guerra.

Una de las ventajas de este volumen, editado por Yaxkin Melchy junto a siete traductores, son las cuidadas biografías que se incluyen de los autores. De Shiki, por ejemplo, leemos: “Falleció en Tokio a los 34 años de tuberculosis. Su enfermedad lo llevó a adoptar el seudónimo de ‘Shiki’ –su verdadero nombre era Tsunenori Masaoka– en honor al pájaro ‘cuco’ o ‘cuclillo’, cuyo canto era tan esforzado que escupe sangre”. De la misma forma, apreciamos mejor los gigantes versos de Yukio Mishima (“Mi hermano menor,/ sus manos extendidas:/ ¡Hojas de otoño!): “El 25 de noviembre de 1970, Mishima encabezó una sublevación que tomó por asalto un cuartel del ejército. Ante el fracaso rotundo de su plan, se suicidó mediante el ritual del seppuku luego de un emotivo discurso”.

Los poetas chinos, incluso los más letrados, suelen decir que el japonés es el idioma conocido como el lenguaje del diablo. Incluso ellos, que con facilidad omiten el sujeto y someten a oscuras distinciones lo que en español se denomina singular o plural, parecen no estar del todo capacitados para capturar los peces más brillantes del mercado. La omisión, la ambigüedad, la polisemia y la incertidumbre del japonés son en realidad (en épocas del post-discurso unidimensional) muy adecuados para la creación y, por tanto, para la recepción de poesía.


Mandalas: poesía japonesa de Shiki a nuestros días. Compilación de Yaxkin Melchy. También el Caracol, 236 págs.


Juan Arabia | 01/02/2023 | Clarín.com | Revista Ñ

El conjunto de textos aquí presentados en Ensayos literarios corresponde a sólo uno de los extensos cinco volúmenes publicados por la editorial Hippocampus Press, donde se recogen los de H. P. Lovecraft agrupados por líneas temáticas: textos autobiográficos, científicos, de viajes, y los volcados al periodismo aficionado y los de temática literaria.

Si bien se conocen algunos trabajos líricos del autor, Lovecraft debe su reconocimiento al género fantástico del terror, y por eso sorprende que haya dedicado tantos artículos (la mayoría publicados en The Conservative a principios del siglo XX) a la poesía. Una explicación causal, y que se desprende de su propia estela: toda la ficción encontró primero una encarnación extensa dentro de las ajustadas formas métricas.

Las opiniones de Lovecraft, en general, son conservadoras, y muchos de estos ensayos no hacen más que respaldar estándares tradicionales del género: regularidad métrica, rima perfecta, melodía.

Admirador de la literatura romana y de la poesía pastoril de Teócrito y Virgilio, desconfiaba del verso libre, en especial del ejercido por la escuela de poetas como Amy Lowell y T. S. Eliot, a quienes se refería como una “horda variopinta de rapsodas histéricos”. En uno de los mejores textos del volumen, titulado “Masa informe e indigesta”, encontramos el trasfondo o bien la explicación de sus argumentos. Para Lovecraft, el progreso de la ciencia había introducido concepciones del hombre, del mundo, y del universo que tornaban vacía y ridícula una apreciable proporción de toda la gran literatura del pasado.

Para él, estas nuevas corrientes de “estéril” intelectualismo, habían cimentado en el arte los instintos primarios más que las emociones delicadas. Así, un texto esencial del modernismo como La tierra baldía de Eliot resultaba “una absurda colección de frases, menciones aprendidas, citas, argot y en general fragmentos, ofrecidos al público (aunque no como una broma) bajo la justificación de nuestra mentalidad moderna y su reciente comprensión de su propia caótica trivialidad y desorganización”.

El romanticismo de Lovecraft, sin embargo, incluye la historicidad, la dialéctica de la narración colectiva, y por eso muchas de sus opiniones sedimentan sentido, incluso en nuestros días.

En el ensayo “Horror sobrenatural en literatura”, publicado en 1927, donde reconstruye la historia del género fantástico, nos encontramos frente a un autor que se adelanta al dialogismo de Bajtín en sus aportes sobre la cultura popular en la Edad Media: “Buena parte del poder de la tradición del terror en Occidente se debe, sin duda, a la oculta, pero a menudo sospechada, presencia de un horrendo culto de adoradores nocturnos cuyas extrañas costumbres, heredadas de las épocas anteriores a los arios y al desarrollo de la agricultura, cuando una raza achaparrada de mongoloides vagaba por Europa con sus rebaños y demás ganado, y está enraizada en los más repugnantes ritos de fertilidad de una antigüedad inmemorial. Esta religión secreta, transmitida de modo sigiloso entre el campesinado durante milenios a pesar de la aparente hegemonía de los cultos druídicos, grecorromanos o cristianos en las regiones a las que nos referimos, estuvo marcada por salvajes aquelarres de brujas en bosques solitarios, que terminaron por convertirse en la fuente de la mayor parte de la enorme opulencia de la leyenda de la brujería”.

Frente a las diversas y conocidas críticas hacia la racionalidad, desde el humanismo de Blake, hasta los posteriores enfoques sociológicos y filosóficos de Mumford, Foucault o Deleuze, que desde diversos enfoques trabajaron en torno al sintagma modelador de “espacio-tiempo”, Lovecraft habría soltado sus escarabajos y demás rarezas espeluznantes: “Si he elegido que sean narraciones de lo extraño es porque encajan mejor en mi inclinación natural: uno de mis deseos más fuertes y persistentes ha sido alcanzar la ilusión de algún tipo de extraña suspensión o violación de las mortificantes limitaciones del tiempo y el espacio”.

Ensayos literarios , HP Lovecraft. Páginas de espuma, 264 pág.



Juan Arabia 17/11/2022 10:34 Clarín.com | Revista Ñ 17/11/2022 10:34

Se publica Hambre, un volumen de cuentos inéditos de John Fante, mítico narrador estadounidense.


Rescatadas y recopiladas por el biógrafo de John Fante, Stephen Cooper, Hambre reúne diecisiete “nuevas” historias y el prólogo completo antes no publicado que Fante escribió para su novela más conocida, Pregúntale al polvo. Tal como describe en el prefacio, Cooper tuvo acceso a la amplia y caótica casa de los Fante en Point Dume, Malibú, gracias al consentimiento de Joyce, la viuda del autor.

En cuatro archivadores altos de una habitación oscura –el estudio de John– se conservaban sobres, cartas, cheques, cuadernos y folios inéditos escritos a mano y a máquina. Como es sabido, el reconocimiento tardío de su obra se debe nada menos que a Charles Bukowski, que tras su éxito comercial no tardó en reconocer (y por tanto arrastrar con él) a Fante como su principal influencia.

Por aquel entonces, hablamos de los años 80, Fante ya estaba retirado, ciego, con ambas piernas amputadas (el exceso de la bebida le ocasionó diabetes), esperando ver el último delfín de su mar congelado.

Pese a lo dramático de su historia, y más allá de que en la obra de Fante se diluyen las fronteras entre realidad y ficción, en su extraordinaria prosa se repliegan los valores más sencillos del ser humano, cargados de humor, ironía y una escasa preocupación por el buen gusto y los estándares sociales: “Me negué a creer en Jenny. Es demasiado astuta, demasiado codiciosa, demasiado gorda para ser sensible al sufrimiento y la ternura”.

Estos relatos, escritos entre 1932 y 1959, deben leerse junto a sus novelas, ya que parecen hermanados y salidos de los dos períodos más productivos de su trayectoria.

Fante escribió tres grandes novelas cuando era joven y desconocido (Camino de Los Ángeles, Espera a la primavera Bandini Pregúntale al polvo) para más tarde “venderse” a la industria del cine. En un intervalo posterior de cinco años, dejó la escritura para dedicarse solo a beber y jugar golf.

En los relatos aquí incluidos, como “Voces quedas”, “Un sujeto monstruosamente listo” o “Póngalo a mi cuenta” (esbozo del posterior cuarto capítulo de Espera a la primavera Bandini), regresa su alter ego Arturo Bandini, un escritor joven y prometedor, que por haber nacido pobre y criarse en el seno de una familia italoamericana, debe lidiar con sórdidos escenarios y trabajos mientras riega su alma con lecturas de Nietzsche, Knut Hamsun y Sherwood Anderson.

En otras historias, como “El caso del escritor obsesionado”, “El sueño de mamá” y “La primera vez que vi París”, regresa Henri Molise, alter ego con el que Fante se sintió más representado en su edad madura: un verdadero escritor que fue consumido por la necesidad de ganar dinero, ahora progenitor, esposo y esclavo de la manutención familiar, custodio de una casa: “Abandoné la vieja costumbre de leer antes de dormir y la sustituí por la limpieza del arma. Cada noche me sentaba en la cama con el cepillo, la lata del aceite y un trapo. El revólver brillaba como una joya negra”.

Un plus de gratificación acompaña estos relatos: la inclusión del prólogo de Pregúntale al polvo, un texto conmovedor, escrito por momentos en prosa poética, y que además restituye como poco material historiográfico el verdadero escenario de la posterior crisis de los años 30 en la ciudad de Los Ángeles: “Así que titulo mi libro Pregúntale al polvo porque el polvo del Este y el Medio Oeste está en estas calles, y es un polvo en el que no crece nada, una cultura sin raíces, es una frenética lucha por el arraigo, el frenesí vacío de personas desesperadas y perdidas que anhelan una tierra que nunca podrá pertenecerles”.


Hambre, John Fante. Trad. Antonio Prometeo Moya. Editorial Anagrama, 288 págs.


TEXTO PUBLICADO EN REVISTA Ñ | DIARIO CLARÍN | 13/10/2022

John Fante (segundo por la izquierda), entre el escritor William Saroyan y Carol Saroyan, en una vista por el divorcio de estos, en Santa Mónica en 1952. Imagen: UNIVERSITY OF SOUTHERN CALIFORNI (CORBIS VIA GETTY IMAGES)

Se publica una colección de la audaz y original escritora Hilda Hilst, dueña de una impronta de gran musicalidad.


Escrito entre 1981 y 1982, en Casa do Sol (Campinas), Cantares de pérdida y predilección pertenece al período más productivo y original de la poeta brasileña Hilda Hilst, momento en que la autora se alejó del mundo social de San Pablo –desde 1966 hasta el día de su muerte en 2004– para dedicarse exclusivamente a la escritura.

De apariencia cerrada y hermética, el trabajo de Hilst se inscribe en la tradición sonora, donde lo que prima es la musicalidad y la forma por encima del mástil del sentido.

Esto es algo que señala su traductor, José Ioskyn, en la presentación del libro: “En sus frases resuena el brillo de una sintaxis lejana, en líneas sembradas de palabras olvidadas en el portugués contemporáneo, lo que da al texto un aire enigmático (…). Pero no hay hermetismo, hay una musicalidad que se interrumpe en silencios de piedra, una melodía en la que suenan rimas parciales, versos que se encadenan en un aliento que puede cubrir varias estrofas, modulaciones que parecen provenir de alguna danza oscura y amorosa. La aparición de imágenes y metáforas originales a cada momento, el uso personal de las palabras, la alteración de la sintaxis, y los recursos de utilización de mayúsculas y estribillos, contribuyen a que el lector se encuentre frente a un lenguaje difícil de identificar”.

De la misma forma que a Ezra Pound y a John Ashbery, a Hilda Hilst le interesaba trabajar con extremos de vanguardia y de tradición. Su aguijón anárquico y contemporáneo (como César Vallejo, inventaba expresiones) deambula en la simultaneidad de formatos perdidos de poéticas medievales, como la poesía galaico portuguesa o cantigas de amigo, esto es, composiciones poéticas destinadas a ser cantadas: “Vida de mi alma: / Recaminé casas y paisajes / Buscándome a mí, mía tu cara”; “Piedras dentro de barcas / Panales rajados / Empañando las aguas”.

Nacida en Jaú, en 1930, cuando tenía cinco años su padre fue diagnosticado de esquizofrenia paranoide, lo cual resultaría condicionante para su vida y su obra: tenía un enorme temor tanto a sufrirla como a tener hijos que terminaran afectados por dicha enfermedad.

Esta batalla, así como el amor, la muerte y la divinidad, son ejes temáticos que se hacen muy visibles en Cantares de pérdida y predilección, donde la autora se enfrenta y materializa –en lo que ella misma denomina “Mi odio-amor”– una fuerza dinámica que se extiende sobre su existencia.

Como un poeta que asiste a su propio entierro y “recamina” sus antiguos caminos, el eje oposicional de su “odio-amor” avanza y multiplica hacia lo desconocido: “Un círculo sangriento / Una luna herida por unas garras / De nosotros el oscuro centro. // Y en el abismo de nosotros / Había sol y miel”; “Barcas / Cargando la vida / Bajando las aguas. / Pasan pesadas / Distantes del poeta y de su caminar”.

Nunca complaciente en su estilo, Hilst se alejó del ambiente y grupo literario modernista (Oswald de Andrade, Manuel Bandeira), predijo que su obra sería reconocida plenamente entre diez y veinte años después de su muerte, y en vida manifestó su amargura por lo que ella consideraba un escaso reconocimiento del público y de resarcimiento económico.

Cantares de pérdida y predilección es, posiblemente, uno de los libros de poesía en lengua portuguesa más importantes de todos los tiempos. Sus matices y actualizaciones estilísticas, su diálogo con la tradición galaico-portuguesa, la profundidad visual y sonora de sus versos hacen de Hilda Hilst una poeta que merece la misma atención y reconocimiento que tienen (merecidamente) autores como Fernando Pessoa y Clarice Lispector: “Hilandera de versos / Te legaré un tejido / De poemas, un rutilo amarillo / Calentándome. / Amorosa de tu / VIDA es mi nombre. Y poeta. / Sin muerte en el apellido”.


Cantares de pérdida y predilección, Hilda Hilst. Trad. José Ioskyn. Paradiso, 96 pags

Texto publicado en Revista Ñ | Diario Clarín | 01/09/2022

Poeta maldito, bebedor infatigable, notable ejemplar de la bohemia latinoamericana, Efraín Huerta (1914-1982) fue junto a Octavio Paz —con el que compartió amistad toda su vida desde la escuela preparatoria— uno de los pilares de la poesía mexicana del siglo XX. Miembro del Partido Comunista hasta su expulsión en 1944, profesó el periodismo durante toda su vida, abarcando (como en su poesía) todos los géneros, siendo reportero, reseñista, editorialista, crítico de cine, entrevistador y cronista de espectáculo. Desde sus primeros poemarios, como Absoluto amor (1935) o Poemas de guerra y esperanza (1943), uno puede sentir la especificidad de una palabra acalorada por las noches de la ciudad de México, así como a su vez purificada por las albas y lloviznas del país: “Yo soy, testigo muerto, testigo de la sangre / derramada en España, / reverdecida en México / y viva en mi dolor”. Emparentado con el surrealismo de Federico García Lorca, Rafael Alberti y Pablo Neruda, el registro de la obra de Huerta es muy amplio: incluye la delicadeza lírica del amor declarado, pasando por el sarcasmo y el erotismo, así como la cólera política y los problemas intrínsecos de México y la tradición idiomática.

A diferencia del formalismo aún imperante, canonizado en los delicados cristales limados por Octavio Paz, en la obra de Efraín podemos encontrar veloces y disparejos endecasílabos, combinados con versos libres y pausas versales de soltura impecables. Y si bien su retórica puede volverse por momentos enorme y visceral, como la densidad de un océano, a su vez contiene a los peces más brillantes del mercado: “lirios en bruto de indefinibles novias”, “Laten palomas grises en la orilla de todo amor”, “el aire huele a pensamientos muertos, / los poetas tienen el seco olor de las estatuas”. Se podría decir que desde la publicación de su libro capital, Los hombres del alba, de 1944 (posiblemente su propio Trilce o Residencia en la Tierra), la poesía de Huerta no dejará de crecer dentro de un mismo tono sombrío y conmovedor, y que a la vez funciona en los niveles desmitificadores de la transformación capitalista del Estado y de la sociedad mexicana. Enemigo de la policía montada, de la pequeña burguesía y de sus poetas publicistas, dedicó poemas a Hemingway, al “Che” Guevara, a Roque Dalton y a Javier Heraud, entre muchos otros, así como a paisajes de Puebla y Oaxaca, avenidas, calles y viejos bares de la ciudad de México. Recomendó, mucho antes que Charles Bukowski, que los poetas debían beber hasta el infinito, “hasta la negra noche y las agrias albas”. Una extensa parte de su obra, sin embargo, se inscribe por fuera de la oscuridad y la melancolía. Se trata de los “poemínimos”, cuyo resultado resulta homólogo a la antipoesía y los artefactos de Nicanor Parra (“Nadie / Dirá Jamás / Que no / Cumplí / Siempre / Con mi / Beber”; “A mis / Viejos / Maestros / De marxismo / No los puedo / Entender: / Unos están / En la cárcel / Otros están / En el / Poder”). Aunque esto no debería sorprendernos: Efraín tuvo el menor interés por hacer una carrera literaria convencional, y como recuerda su hijo David Huerta en el prólogo a esta nueva publicación, “se divertía haciéndose fama de maleducado y antilibresco, cuando la verdad simple y llana es que era un lector omnívoro, con un impecable juicio crítico”.

Esta edición de su Poesía completa, compilada por Martí Soler, incluye todo su trabajo en el género dentro de un “posible” orden cronológico, incluidos los poemas no coleccionados. Hacia el final del lúcido prólogo de David Huerta, sin embargo, leemos algo que llama la atención: “es una dignísima edición de un autor sobre el que hemos oído hablar mucho pero sobre el cual no se han escrito textos críticos de calidad”. Sería muy difícil leer o apreciar, sin embargo, los “Manifiestos y posiciones” de Roberto Bolaño, así como muchos de los trabajos de los infrarrealistas, sin rememorar la estela este poeta maldito, como si la mejor forma de crítica no estuviera en el acto mismo de la creación. Esta omisión quizás provenga del sabotaje que le hicieron al hijo de Efraín (como tantos otros ataques que los infrarrealistas le hicieron a Octavio Paz, máximo representante de la cultura oficial) hacia 1976 en una lectura, por considerarlo un poeta de privilegio por llevar el mismo apellido que su padre.


Texto publicado en Revista Ñ | 15/12/2021